Hacía demasiado calor como para soportar la ropa, por lo que Fata vagaba por la habitación en completa desnudez. Dejaba que el viento tropical acariciara sus senos recién emanados de un torso virginal. Bailaba una danza macabra en medio de la noche, para atraer nahuales que le ofrecieran el mundo a cambio de un beso de niña.
Sus ojos de obsidiana, eran enmarcados por unas largas pestañas que gozaban de hacerle cosquillas a sus parpados cuando ella los abría y cerraba con la rápidez de un relampago. Y sus mejillas sonrosadas vivían en el anhelo de encenderse como los atardeceres, ante una palabra lasciva, ante una caricia muy íntima de manos verdaderas.
Fata flotaba en su cama mientras intentaba dormir. Y cuando más trataba no pensar en los problemas que la alejaban de Morfeo, estos aparecían, con forma de duendes, diablos y fantasmas chocarreros que le quitaban las sábanas para meter sus dedos en cuanto agujero pudieran encontrar.
Entre un mundo imaginario y la solitaria realidad, se debatía la jovencita con aires de cortesana, que jugaba con su himen todas las mañanas mientras el sol la cegaba por mirarle directamente. ¿Qué buscaba dentro de aquel astro exactamente? Quizá la libertad que ella misma se negaba.
Antes del mediodía, Fata encontraba servido el desayuno en su escritorio como por arte de magia. ¿En qué momento de sus paseos por el techo esto había llegado? Algo de fruta con la que formaba muñequitos que luego la acompañaban a jugar; un tanto de pan dulce y su respectivo vaso de leche con chocolate que tanto adoraba.
Se divertía lanzando migas por la ventana, esperando que algún pajarillo la visitara, aunque generalmente terminaba platicando con una iguana. Y por la pared que alguna vez fue blanca, había ido trazando tantos monstruos como hadas; todos ellos protagonistas de sus eternas fantasías.
Cuando la tranquilidad en su ser reinaba, era como ver a la mar moviéndose delicadamente al compás de la brisa que llegaba a cortejarla. Todo ella brillaba como un sol en una sonrisa interminable, mientras con sus muñecos platicaba sobre filosofía y, de cuando en cuando, dejaba que ellos le recitaran poesías de todos los estilos imaginados.
Se sentaba a cepillarse el cabello guiándose por su sombra reflejada a las 2 de la tarde, pues no poseía espejos. ¡Fata le tenía miedo a su rostro!
Aún no lograba superar el trauma que le había provocado el verse reflejada en los horribles ojos grises de su madre, aquel día que le clavó un cuchillo en el pecho por haberle dicho que no existían las hadas.
by E. Malerige
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