viernes, 5 de junio de 2009

De Manos que Bailan


¿Cómo pueden las nubes tomar tantas formas? – Se preguntaba Melina mientras por la ventana observaba a esas grandes bolas de algodón gris siendo acariciadas, en forma muy salvaje, por el viento de aquella tarde lluviosa de verano.

Sus ojos color selva, miraban con melancolía hacia la avenida desierta. Todo afuera era soledad, justo como ella dentro de la habitación, intentando protegerse tras esas paredes de una amenaza inexistente, de un miedo infundado; quizá solo de ella misma.

Melina apretaba los puños, pues sabía muy bien que aquél cosquilleo intermitente entre sus dedos solo significaba una cosa: sus manos querían bailar. Pero la danza de sus dos miembros no siempre llegaba a buenos términos, pues iniciaban con un vals de letras fantasiosas, y terminaban con metal, literalmente; metal entre su piel o la de alguien más.

Las hojas regadas por la habitación le hablaban, suplicantes para ser parte de la danza; pero ella fingía mirar al techo sin escucharlas. Detestaba que sólo el dolor le permitiera a sus dedos trazar con tinta los pasos de una canción eterna, ¿Qué pasaba con la alegría? Sus manos no podían cabriolear con ella. Manitas frías como las de un muerto, y los muertos callan, viven solo en el lamento de quien les extraña.

Puede ser esto último, la razón para que sus manos solo pudieran actuar en situaciones lacrimosas. Cada elemento tiene un catalizador diferente, y el de esos dedos era la sal que Melina produce en su corazón compungido por cualquier nimiedad.

La dama cierra sus ojos, quiere pensar que las gotas de lluvia son las lágrimas que ahora está conteniendo, pero es inevitable. Por la comisura de su ojo derecho escurre la primera gota de congoja, y uno de sus pulgares pierde fuerza, dejando en libertad a la mano contraria al llanto. La siniestra ahora comienza a acariciar al aire, en un movimiento que recuerda al delicado aleteo de las garzas.

A lo lejos, entre los arboles del terreno aledaño, un extraño pájaro comienza la estrofa de un bolero cargado de abandono, mientras las ramas de la mística ceiba actúan como acompañamiento musical. Melina solo escucha, dejando a su cuerpo a merced del cadencioso sonido.

Ahora su mano derecha busca pareja, encontrando al instante al lápiz, siempre presto para ella. La siniestra ya danzaba con el señor Bond, y al reunirse los cuatro, comenzaron a ejecutar una coreografía extraña que acabó en un cuento muy corto.

Melina no pudo contenerse ante la insistencia de sus manos, y se levantó de la cama, para dejarse guiar por ellas. Su razón vacilaba mientras sus peluches parlaban, reían, saltaban sin ritmo y aplaudían.

¿Dónde ha quedado el amor? El amor muere lentamente bajo el colchón mientras la melancolía se abraza más fuerte del cuerpo de la fémina. Ella le ha dado su vida en cada movimiento de sus falanges.

Melina es toda tristeza, y mientras sus manos bailan, ella olvida como sonreír.

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